(2004. Cuando todavía trabajaba en el Colegio “Perpetuo Socorro”)
A mis hermanos. Meche, Liliana y Rogelio con quienes conformo una familia muy unida.
Seguramente a todos nos ha pasado que un sonido, un olor, un color, un gesto de alguien, nos ha retrotraído al pasado. A mi me sucede a veces, inconscientemente cuando escucho el golpear de un fierro sobre otro a lo lejos en un taller de mecánica que se ubica frente al colegio, de inmediato viene a mi memoria mi niñez. Es que los obreros de Internacional Petróleo allá en Talara seguramente haciendo su labor producían el mismo sonido que yo recuerdo vagamente y éste se grabó en mi mente como un reflejo condicionado.
De inmediato empiezo a evocar las tardes soleadas en que con mi uniforme caqui y galones rojos salía rumbo al colegio, trayecto que hacíamos Juan Carlos y yo y que no duraba mucho porque el colegio estaba cerca. Juan Carlos, era hijo de una señora de pasado misterioso que había alquilado una casa frente a la nuestra y cuya actividad era enseñar danza, nadie sabía de donde era ni como había llegado allí y por sus modales bastante desenvueltos para la época no era bien vista por las señoras del barrio magisterial donde vivíamos, en esta época encajaría perfectamente pero en aquella era un lunar, inclusive se le atribuyeron amores clandestinos con el maestro de música.
Juan Carlos nunca hablaba de su procedencia, era un chico alegre con buen carácter y conversador pero reservado en cuanto a lo personal y yo respetaba eso, no tenía muchos amigos pero nosotros si nos frecuentábamos y conversábamos en nuestras respectivas casas, mientras nuestras madres nos agasajaban con refrescos; cuando viajé a seguir mis estudios en Lima perdí su rastro, jamos nos volvimos a encontrar.
Recuerdo también aquellas mañanas plenas de sol propias de mi pueblo y que me producían alegría, seguramente por la limpidez de su cielo y el aire puro que se respiraba. Me veo en el corredor de mi casita de madera ubicada sobre pilotes de fierro (hasta ahora no me explico por qué) allá en la calle uno, porque al estilo americano, nuestras calles eran numeradas, repasando la poesía que tenía que recitar en la actuación del Día de la madre; sentía gran emoción verme con una flor roja en el ojal de mi camisa que indicaba que mi madre vivía y ¡gracias a Dios, vive todavía! Casi centenaria pero sana, lúcida y plena de vivencias.
Don Mario Aguirre, profesor y declamador, se encargaba de prepararme para las actuaciones. Como ya era un adolescente la voz me estaba cambiando lo cual me generaba problemas al recitar, recuerdo que una vez Pepe en una actuación me contó como 20 “gallos” es decir, quiebres de voz que son naturales en esa edad, fui la chacota de los amigos que se burlaban cada vez que mi voz sufría un cambio. Como nunca, y parece que lo estuviera viendo, se sentaron adelante y yo los veía cuando se sofocaban por la risa ¡que martirio! ¡No acababa nunca! creo que fue mi despedida. A mi ya me fastidiaba salir en esas actuaciones pero a papá y mamá les fascinaba lucirme como mono de feria y se sentían orgullosos de las felicitaciones que seguramente por compromiso les daban sus colegas. Felizmente entendieron y se acabó ese martirio.
Las Peñitas era una playa preciosa con su formación rocosa natural que se adentraba en el mar y que favorecía la presencia de una especie de piscina natural. Esa playa era la favorita de nuestra familia, en realidad lo era de todo Talara, a ella acudíamos los fines de semana pero siempre temprano evitando así los ojos de los curiosos que molestaban el pudor de las tías. A partir de las once, cuando comenzaba a llegar el populacho, al decir de ellas, nos retirábamos. El carro de alquiler que nos recogía era puntualísimo.
Esto trae a mi memoria otro hecho que aunque no guarda relación con lo que estoy contando no puedo dejar de mencionarlo porque es algo tragicómico que sucedió en ese escenario, por supuesto muchos años después, cuando Víctor Eduardo tendría 2 0 3 años, Una mañana de esas en que gozábamos ese verano espléndido del norte, una señora que veía el desenfado con que mi hijo penetraba al mar una y otra vez gozando de la tibieza de sus aguas en cambio su hijo mucho mayor que el nuestro lloraba por no entrar, se acercó a Víctor admirada y cariñosa, fue suficiente, mi hijo al poco rato lloraba desesperadamente y se retorcía. La familia entró en crisis, el paseo se malogró y tuvimos que regresar lo más rápido posible en nuestro querido volvo para llevarlo a un curandero porque seguro decía la tía Imel en medio de los rezos y pasadas de mano en cruz sobre la cabecita del churre, ¡lo han ojeado a mi hijito! ¡Rápido Vitucho antes que se le pase el mal de ojo! Efectivamente el curandero lo sobo con periódico, le paso un huevo que lo partió en un vaso de agua y “diagnosticó” mal de ojo, pero lo curioso es que después de esa cura folclórica Víctor Eduardo se quedó profundamente dormido y luego de un prolongado sueño despertó con su viveza de siempre. Desde entonces yo también creo en el mal de ojo. Y como mi Víctor, entre paréntesis, era lindo al decir de la gente, su mamá y yo lo cuidábamos colocándole crestas de gallo, guairuros con cintas rojas y hasta dormía con una especie de calabaza, ¡que cuidados casero y de los otros, no habremos tenido con ese chico!
Conversando de esto con él, me hizo acordar que junto a Carlos tenía su curandera oficial con un nombre extraño… Berbelina ¡creencias serranas! Pero... ¿¡no habrán sido efectivas!? Porque de llegar… ¡están llegando! Por supuesto no podemos dejar de reconocer que sus tíos especialmente paternos han puesto su manito santa…
Otro recuerdo simpático para mi es el club Esso que quedaba frente a la playa mas cercana al pueblo y al cual acudía y me gustaba sentarme en la terraza a observar la puesta de sol, siempre solo, era un momento para mí, pero esa playa no la usaban los bañistas porque estaba contaminada, allí cerca los barcos petroleros arrojaban sus desechos, ennegreciéndola.
Años después cuando ya estudiaba en el colegio militar regresé para volver a ver esas puestas de sol pero saboreando una cuba libre, ¡si cómo lo leen! Porque en el colegio hice mis primeros pininos en los tragos., bueno no precisamente en el colegio, pero si mientras cursaba mi secundaria, los fines de semana en los restaurantes del centro del Lima que eran muy concurridos, hoy no son ni su sombra de lo que fueron, es más, han desaparecido. Esa galería Boza tan elegante, ¡está totalmente tugurizada!!
Frente a las aguas del mar talareño que se doraban con los últimos rayos, fueron momentos muy relajantes. Hoy también veo “sunsets” como dicen mis amigos esnobs, en Huanchaco, pero ya sin cuba libre.
Dicen que esa playa, Las Peñitas, de Talara, es un bosque de torres de extracción de petróleo. Nunca lo veré porque no quiero cambiar la imagen que tengo en mi mente.
Allí también en el club aprendí con Jorge a jugar billas, íbamos en nuestras vacaciones pero yo nunca he sido hábil para ese tipo de juegos, probablemente porque en mi cabeza rondaba el comentario de mis padres sobre los vicios que se podían adquirir practicando esos deportes. A veces las bolas saltaban fuera de la mesa con gran estrépito que provocaban sonrisas burlonas de los habituales y por consiguiente la vergüenza para mí que sentía que se me ponían rojos hasta los pelos.
En ese club he actuado en mi niñez, he bailado en mi adolescencia y juventud, allí se celebraron las bodas de plata de mis padres que fue todo un acontecimiento social entre la pequeñísima burguesía local que frecuentábamos.
Allí concurría mi padre a jugar su “golpeado” con los amigos, especialmente “su primo” don Guillermo Villanueva hasta que yo lo recogía a las 8 de la noche para comer, después que yo me paseaba muy orondo en el volvo haciendo de las mías. Y esto me lleva en los recuerdos más atrás en el tiempo, al viejo Talara club de madera que existió antes del club Esso donde papá solía jugar rocambor y a mi me encantaba en mi niñez ir a darme una vuelta en las tardes a eso de las 6 como que le recordaba que mamá lo esperaba para la cena y papá le ordenaba al concesionario del cafetín, el italiano Giordano que me preparara unos sanguches especiales de un queso riquísimo y que yo devoraba mientras observaba a los clavadistas hacer sus piruetas en la piscina, después de ello, él y yo emprendíamos el retorno a casa.
Sabrosos eran los domingos después de la misa cuando empezaba nuestro recorrido por el centro cívico visitando las pocas tiendas existentes, especialmente la de Pepe Zapata, donde teníamos crédito ilimitado, y el tendero con su zalamería habitual nos ofrecía de todo, pero que mi papá con su prudencia de siempre lo usaba con mucho tiento y más bien mamá en su afán de vernos siempre bien vestidos nos compraba ropa, a mi nunca me negó nada de lo que le pedí, ahora pienso que debió hacerlo pues hubiera aprendido temprano que tener algo se adquiere con esfuerzo y no solo pidiendo.
Qué tiempos aquellos! El crédito se obtenía bajo palabra de caballeros, ni recibos ni mucho menos tarjetas de crédito ni de débito que por lo demás no existían ni en nuestra imaginación.
Delicioso era también viajar a Lima con la tía Imel que tenía un sentido de orientación extraordinario y con la cual recorríamos tiendas y yo aprovechaba para visitar las viejas librerías de la calle Abancay, hoy inexistentes, y buscar libros de la colección Sopena que eran los clásicos de mi preferencia.
Cuando los sábados salía del colegio militar, visita obligada era a las librerías del Parque Universitario y una especialmente que quedaba al costado de la catedral y que tenía libros antiguos allí me compré algunos que ahora no recuerdo en que parte del camino de mi vida se quedaron ni con quien, pero si sirvieron para que alguien gozara como yo lo hago cuando leo, pues me alegro de haber contribuido.
A propósito, me apena ver tanto libro amontonado acá en mi biblioteca y sin saber que destino tendrán porque a mis hijos como que no les gusta leer tanto como a mi, bueno Víctor ha leído algo e incluso hizo un cuento que le pidió la profesora de literatura en el colegio basándose en su lectura del conde de Montecristo y no se que otro pero creo que ya no tiene tiempo para leer o por lo menos no se lo da. Pero parece que por allí hay una personita que va a ser una literata así que de repente le gustaría tener un poco de mis vejeces, aunque en su casa hay libros a montones.
Escribo mezclando tiempos y épocas conforme se me vienen a la cabeza.
¿Meche te acuerdas cuando teníamos que caminar en puntas de pies para evitar que el aparato de radio marca Sparton todo de vidrio y que es una reliquia que me acompaña en mi biblioteca, gracias a tu desprendimiento, se detuviera? Si pisábamos fuerte, no se porque, ya no funcionaba, teníamos que patear de nuevo el piso de madera de nuestra sala para que volviera a funcionar. También tengo la mesita en la que reposaba este aparatito la hice restaurar y en ella Claudia ubica sus libros y cuadernos de la Universidad.
A las seis de la tarde allá en mi lejana niñez me acomodaba en el sillón al lado de la radio para escuchar narraciones de historia del Perú que con el nombre de Bronces Históricos, y en forma de cuentos presentaba un actor de apellido Curonisi, mi imaginación volaba por campos de batalla, palacios virreinales, intrigas republicanas, héroes admirables, y muchos hechos más.
Recuerdo mi escuela, la Fiscalizada Nº1, no tenía nombre, las escuelas de Internacional no tenían en cuenta esas minucias (que les importaría a los gringos ocuparse de nuestra historia o personajes célebres) y a la fiel Juanita (compañera de tres generaciones de mi familia) corriendo tras de mí como en una posta para darme el pan del desayuno ya que no terminaba de comer, solo bebía la leche “glog, glog, glog como el buey” era el dicho de papá, yo lo recibía y lo guardaba en mi maletín hasta que algún día lo encontrara mamá revisando mis cuadernos.
Y mis maestros de la primaria que fueron especiales dentro de sus peculiaridades, don César Sandoval en la transición, un viejo parsimonioso pero que emanaba nobleza. Me fascinaba cuando salíamos al patio de asfalto de la escuela y sentados en círculo jugábamos con un trencito de cuerda que lo hacíamos correr entre nosotros, era una enseñanza lúdica. En su casa, cercana a la nuestra me afianzó en matemáticas durante dos o tres años, porque reconozco que no he nacido para los números; Liliana diría que solo uno de mis hemisferios funciona ¿cuál es hermanita? en segundo año don Alberto Maza con su carácter alegre nos hacía reír contándonos la anécdota de que una vez en la selva siendo él el cazador cogió a un león por la cola y le dio vuelta al revés; en tercero don Carlos Seminario que nos asustaba con una regla y el cuartito de la calavera, que era un pequeño gabinete que cada salón de clases tenía para guardar el material a usar, pero que nunca vi utilizar, digo porque la enseñanza se reducía a algo siempre memorístico, en cuarto año don Marcelino Juárez, bien tallán él con su rostro cetrino, nos asustaba porque con una palmeta hacia llorar a su sobrino que estudiaba con nosotros, no sé porque lo hacía pero era cruel y no me puedo olvidar, en cuarto año a don Aquilino Cueva con su rostro de prócer de la independencia, me hacia participar en las actuaciones, no se si esa vez fue lo del célebre “de real y medio dispongo” que era la única línea que tenía que recitar como tesorero de no se quien en no se que obra y que me la pase estudiando varias semanas y también fui Colón un doce de octubre y usé una capa verde que tenía mamá y que mucho después la asociaba con la capa de Drácula y en la noche cuando me acostaba y la divisaba colgada detrás de la puerta de mi cuarto me causaba miedo. Finalmente don Eduardo Villar en sexto año, bonachón él, me acuerdo muy claro que en el examen final que era oral y con presencia del director me preguntó algo que no me había enseñado ¿Cuál es la ciudad luz? Y yo muy orondo respondí que Roma porque allí estaba Su Santidad que era la luz del mundo ¿qué tal? El jurado deliberó y no se si por ser hijo de mi papá o porque realmente era buen alumno y había que considerar eso o porque le remordió la conciencia a mi maestro que me preguntó lo que no me enseñó, lo cierto es que me aprobaron por unanimidad y con excelente nota. Final, primer premio y primer discurso redactado por mi papá para su extraordinario hijo, lo malo es que yo no guardo como Meche esos documentos, no se si debí haberlo hecho, pero hasta las cartas de papá las he roto, me dolía el alma guardar esos papeles, había una que me escribió cuando ya ninguno de nosotros estábamos en Talara y me hizo llorar mucho, decía que la casa estaba silenciosa y que lo entristecía sobremanera ver la radiola y los discos inútiles porque ya no había quien hiciera funcionar ese instrumento, hoy que soy padre se lo que es eso, entiendo el vacío de la soledad cuando un hijo se va, es como si se partiera tu alma y un pedazo de ella te fuera arrancado, imagínense todos habíamos partido en busca de nuestros destinos. ¡Qué soledad terrible para ellos dos! Se por mamá que su consuelo era Ricky, el perro que había criado mi hermano y que se echaba a sus pies, extrañando a Rogelio.
Lo que existe por allí es un cuento La tortuga y la liebre que me dieron de premio en transición por mi aprovechamiento y conducta! Rogelio lo encontró la última vez que estuvo por acá. ¡Como nos engañaban los gringos con cuentitos baratos! Mientras ellos se llevaban la parte del león. Pero no debería quejarme porque después de todo si nos comparamos con otros niños de nuestra época en otros lugares vivíamos de manera excelente, todo teníamos, a la gente cuando les cuento que recibíamos todo el material escolar que necesitábamos y que además gozábamos de todos los servicios en forma gratuita, creen que miento. Hoy parece de verdad una historia de hadas.
Acápite aparte merece mi famosa etapa de actor, compartiendo roles estelares con mi inolvidable amiga Leovina, ¡hicimos participar a todos los churres del barrio que mostrasen cualidades! Meche y su caprichosa Caperucita Roja que se negó a subir al escenario porque a última hora sufrió una crisis de diva, a Félix con su frejolito verde que lo recitó al cambiando el orden de los versos, Meche Castillo y su imborrable india altiva que sufría tanto! Aunque ella era más negra que india, racialmente hablando, pero nosotros los organizadores no teníamos en cuenta esos detalles tan sin importancia, además, los candidatos a actores no abundaban y no se nos ocurrió hacer un casting porque en aquellos tiempos no sabíamos que era eso. Leovina y yo éramos las figuras estelares, directores escenógrafos, vestuaristas que improvisábamos con papel crepé y las colchas de mamá el escenario en el comedor de mi casa para que nos viera un público compuesto por…..papá mientras comía después de venir de la escuela nocturna en la que enseñaba también. Solo una vez hicimos una presentación pagada en casa de Leovina, cobramos un real (diez céntimos de hoy) pero solo nos vieron su mamá, la mía y no recuerdo si alguien más, económicamente nos arruinamos pero artísticamente fue un éxito total para ese par de críticas espectadoras que imparcialmente opinaron que nos consagraríamos en las tablas un día.
La memoria es selectiva, por supuesto que no queremos recordar lo que nos molesta, pero comentándole a la mamá lo que estoy haciendo, me hizo recordar algo que sinceramente me da vergüenza pero a su pedido lo voy a hacer, resulta que cuando tendría 6 o 7 años o quizá un poquito más se me dio por imitar a un cura. Rosita Dusek me ayudó a confeccionar con una caja de cartón que forramos con papel crepé una iglesia en miniatura y colocamos en ella estampitas a manera de las imágenes de los templos católicos, y lo más ruborizante es que ¡hacía procesiones! Según mamá me seguía un grupo de personas, no recuerdo eso pero supongo que ese grupo sería ella y las tías que alimentaban una supuesta vocación sacerdotal que felizmente nunca se manifestó más porque estoy seguro que habría terminado en el Opus Dei. ¡Inocente niñez!
Un recuerdo grato de aquellos años que estoy mencionando es cuando acompañaba a las tías que vivían en Negritos de su escuela de La Draga hacia casa y veníamos caminando yo de la mano de la tía Imel o de la tía Magdalena Sidoine, amiga íntima de la tía Imel, ellas bien ensombreradas para protegerse de la arenisca que nos azotaba el rostro y cubiertas con sus guardapolvos y con pañuelos que sostenían los sombreros porque de verdad el viento era fuerte y levantaba mucho polvo y llegábamos al barrio donde vivíamos, me encantaba subir una escalera que en aquellos tiempos me parecía enorme, porque la casa se ubicaba en una especie de pequeña colina y de allí observaba las otras casas abajo, me acuerdo nítidamente que en una de ellas había una enorme iguana que me fascinaba pero lo más hermoso era que allá a la distancia y desde la altura en que estaba se veía el mar y unas bellísimas puestas de sol y a veces los barcos que se aproximaban a Talara, otras veces cuando se alejaban y se perdían poco a poco, hoy sé que eso prueba la redondez de la tierra pero en ese entonces en mi imaginación de niño el mar se los engullía poco a poco.
Pero así como hay de los buenos también hay de los malos recuerdos, por ejemplo cuando una camioneta pasaba arrojando un humo desinfectante por la población, me sentía un bicho, o cuando tenía que compartir las aulas en la primaria con hijos de obreros de modales y trato vulgar, o cuando recibía el trato duro o discriminatorio de algunos de los profesores de secundaria del Ignacio Merino porque envidiaban nuestra buena posición económica gracias a papá y su siempre férrea voluntad de ser mejor que lo hacía ser emprendedor y perseverante y darnos una vida mejor, su pequeñez moral los hacía tratarme mal, no se necesitaba ser muy listo para darme cuenta de este proceder mezquino, por eso me fui, a Dios gracias, al Leoncio Prado, mi padre lo entendió perfectamente y tomo una decisión excelente. ¡Dios te bendiga papá!
Pero hubo allí, excelentes maestros, como el profesor Lagos que manejaba la botánica de manera extraordinaria, o el profesor Tarmeño que nos dibujaba los astros en la pizarra para explicarnos la geografía y qué decir de la profesora Sandoval que nos hacía unas clases magistrales de la historia universal.
También es un trago amargo el hecho recordar que no supe aprovechar las oportunidades que papá me dio para encaminar mi futuro, aunque no me puedo quejar, dejando de lado lo económico creo no haber sido mal profesional, por lo menos hay jóvenes exalumnos que así me lo dicen y eso me hace sentir orgulloso y que haya trascendido en alguien es no morir del todo.
Una anécdota, en una oportunidad le pedí un favor a un amigo a quien conocía de años porque habíamos estudiado juntos en la universidad, pero además llegue a ser profesor de su hijo y cuando le agradecí por el resultado de la gestión me dijo “mira Víctor, te he servido como amigo, pero quiero que sepas que lo que más a pesado en mi decisión es el hecho de que mi hijo me ha dicho que no deje de hacerlo porque tú has sido el mejor profesor que él ha tenido” suena presuntuoso, pero no lo cuento por vanidad sino porque quiero compartir con Uds. mi familia algo de lo poco bueno que puedo tener: gratos recuerdos.
Tampoco voy a ponerme acá a contar mis recuerdos en “salsa roja” (parodiando a Ricardo Palma y sus tradiciones en salsa verde), mejor guarden un recuerdo positivo mío, esa es la idea, contar solo lo bueno, el paso de los años y todo lo negativo está en un retrato como el de Dorian Gray, algún día tal vez se muestre a la luz.
Esta es la crónica más larga que he podido escribir. Me guardo algunas cosas para una próxima. Tal vez sea sobre mi experiencia docente. Aunque de mi padre también quiero escribir, y los invito a que cada uno haga su vivencia de él.
Gracias por la paciencia de leerla y el estómago para soportarla.
Con afecto. Víctor.
martes, 25 de agosto de 2009
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